Fotografía cedida por Lorena
Túnez
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En mi barrio
hay un peluquero. Hay más pero éste es especial. Es un tío que habla castellano
con acento catalanofrancés. Por ser de nacer gabacho y de vivir barcelonés
durante muchas permanentes.
Un día,
observé que el añejo local dónde estaba la tienda de Paquita había cerrado. Era
como un oasis estrecho y oscuro que vivía de los «olvidos» de las amas y amos
de casa. Ya que la cercanía de «Mercadonas», «Carrefoures» y demás no hacía
factible que Paquita compitiera en precio. De hecho, cuando cerraba, iba
semiclandestinamente con dos carritos de la compra a abastecerse allí de
género. Género que luego vendía regenerado en envase y precio. Pero claro, la
cajera de negro rímel del «súper» no te ponía al día de los últimos cuernos,
preñados y decesos del barrio. Paquita
sí. Y escenificando. Eso se llama valor añadido. Lo de los «olvidos» es
curioso. Es una subclase de perecederos que merecería un lineal completo de cualquier
gran superficie ¿Quién no ha ido a preparar unas migas un domingo y se ha dado
cuenta de que el paquete de la despensa es pan rayado? ¿O de que ante un antojo de tortilla no hay
huevos de prepararla por falta de huevos en la nevera? La tienda de Paquita al
ser como una Duty Free arrabalera de apertura dominical solventaba esos
problemas.
Pero ese día,
comprendí que la crisis había hecho mella de nuevo en mi barrio. Además de
cerrar una vieja tienda de cosméticos que ahora es una
«Compro-oro-pago-más-que-nadie» (que parecen hongos) cerró Paquita. Y comprobé
sorprendido que empezó a rondar el local un tipo curioso. Cabalgaba una
preciosa «Harley Davidson» negra y se parecía al cuñado de «Mad Max». Chupa de
cuero, anillada oreja, cabeza afeitada. Me gustaba su estética. Y se puso con el
local de Paquita y lo reformó. Bueno, como estaba empezando y no dispondría de
demasiados posibles lo que hizo fue pintar, colocar en la puerta carteles de
peinados y dónde estaba el jamonero de Paquita
colocó un espejo y un sillón de peluquería. Pero lo que me descolocó fue
el cartel: «Hair by Pascal». O sea, pelos de autor. No sé yo quién le hizo el
estudio de mercado pero mi barrio, del que me he ido y he vuelto varias veces,
ha ido envejeciendo; quedando con el tiempo una patulea de vecinas, vecinonas y
vecinastras, la mayoría felizmente viudas y bien alimentadas que me da a mí que
el inglés no es su fuerte. Pero bueno, ahí va el hombre.
Esto viene a
colación de que este hecho me hizo rememorar a todos mis peluqueros de cabecera
durante estos años. Me he mudado tantas veces que he tenido unos cuantos.
Empecemos por
Sebastián. Ese hombre de barrio español de los setenta, cristiano viejo, alta
la mirada y patillas de boca de hacha que tenía dos modelos de corte. Corto o
largo. Tonterías las justas.
Después
contraje matrimonio en primeras nupcias (y últimas, por fracaso marital agudo) y al
primero le siguieron varios, uno por mudanza, que ya se sabe que el peluquero
es como tu sucursal bancaria antes de la banca por Internet, normalmente se
escoge por cercanía. Así que conocieron de mis folículos pilosos varios ases de
la tijera: léase Joaquín, tradicional del Atlético de Bilbao donde coincidí
maravillado con algún importante edil del concejo que llegaba con escolta
municipal (supongo que para que no le tomara el pelo nadie más que el
autorizado). Algún peluquero de costa, por trasladarme a vivir cerca de la
playa, que pasaron sin pena ni gloria pero en los que ya se notaban los aires
de cambio que se vivían porque ya algunos se atrevían a lucir el peinado «puercoespín»
-hoy de nuevo en alza-.
En mis
traslados a otras ciudades como Sevilla que voy a decir, si lo dijo todo
Rossini en «El barbero de Sevilla». En Málaga, donde viví brevemente, descubrí
el salero. Esa cualidad andaluza que se derrama en la conversación y salpimenta
de carcajadas la noticia más triste. Y si a eso le sumas el boquerón victoriano
o un espeto de sardinas a la orilla de una playa del Rincón de la Victoria
acompañado de una malagueña salerosa... se me da una higa como me cortes el pelo,
oye.
Luego vino la
capital huertana. Ahí empezaron los mariconeos. No por la condición sexual del
barbero sino porque dos veces me fui a vivir allí y dos veces volví en la
ruina. Trasquilado. Me pasó como a Boabdil en Granada pero por duplicado. Que no
aprende uno. Si los Reyes Católicos te han jodido una vez ¿a qué vuelves? Pues
eso.
Hoy ya, más
viejo y menos tonto, fío mis canas a una de esas peluquerías a las que yo llamo
«marcas blancas». Es como la segunda marca de un prestigioso esquilador local,
pongamos «Adrián Patilla», donde por la mitad de precio te aligeran el cogote
lindas núbiles aprendices del oficio. Y tienes veinticinco fotografías de
cortes de pelo, todas con su denominación, que van desde George Clooney a Andy
y Lucas, para elegir.
Aunque yo
siempre fui de gustos simples. Corto... y de arriba menos. Como mi nómina.
4 comentarios:
Podría remitirte a mis 4 ó 5 entradas que hablan de peluqueras, esquiladoras y otras "yerbas", pero tan sólo te contaré que estoy tan aburrida de los "estilistas" que ya me tiño en casa, y terminaré cortándome el pelo yo misma como hacía la Caballé.
Tú es que lo mismo vales pa un roto que pa un descosío, Mari.
Podrías explicarme, realmete, lo que es un "gabacho"??? y no me diga un español nacido en cataluña.... jjjjjjjjjjj
Un gabacho es un francés, peyorativamente hablando, Anna.
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