viernes, 18 de marzo de 2011

MITOSIS.


            No se trata de una mítica enfermedad del aliento. La Mitosis es el palabro científico que define la división celular. De una célula se hacen dos. Y se siguen multiplicando como conejas hasta constituir un tejido.

            No se si se podría aplicar este término a un organismo indestructible con el que el ser humano convive desde el principio de los tiempos: La Borra.

            Con más o menos frecuencia, dependiendo del nivel perceptivo de los guarroreceptores cerebrales de cada uno (o una, o los dos) procedemos con ilusión y pericia al barrido de nuestra vivienda habitual. Estas frecuencias van desde el valor cero absoluto que se suele detectar con la Mary-audición en la cola del pescatero: « ¿Tú te crees que estuve ayer a ´pedisle´ perejil a la ´Encanna´ y daba vergüenza la casa que tenía? Es que es muy marrana ella », hasta el valor 7 en la escala de Pig, que vendría a ser la persona o persono que tiene la casa como los chorros del oro.

                        Volviendo de nuevo a mi pasado en la milicia (tengo que hacérmelo mirar porque me estoy convirtiendo en coetáneo del abuelo Cebolleta), hay un recuerdo que brilla en mi memoria. Fue el día en el que, ya instruido en las artes de la guerra, que se resumían en el manejo del fusil, el desplazamiento horizontal «a la puta carrera» y la degustación de polvos y lodos en el cuerpo a tierra, fui por fin destinado a la que sería mi Compañía. Cuando entré por primera vez con mi petate me pareció que andaba sobre espejos. El suelo estaba tan limpio, a pesar de las noventa botas que lo hollaban a diario que te podías afeitar mirando hacia abajo. Se barría y se fregaba tres veces al día por un trío rotativo que ejecutaba la maniobra en orden cerrado. Allí descubrí la razón de que la Borra sea personal civil.

                        Pues bien, hay unos niveles de detección y marcaje de las dichosas bolitas, que –no se sabe la causa- , al menos hasta hace una generación, se incrementaban a grados insospechados en los casos en que existían lazos políticos. Lo que devenía en llamarse en el habla común una «Suegra». Había honrosas excepciones que solo venían a confirmar la regla. Podías pasar la pulidora con discos de titanio por el suelo, cinco minutos antes de que apareciera tu suegra y aún así detectaba el nanogramo de Borra oculto al común de los mortales. Es una rara habilidad que compartía solo con otra especie: el cerdo trufero. Capaz de localizar una trufa enterrada con precisión milimétrica.    
                     
                         En cuanto a la tipología de la Borra, poco se puede decir. Está en fase de investigación. Puedo hablar de mi experiencia personal en el combate con ella, que se remite al último apartamento que estrené en la Vega del Segura. Cuando llegué, aún olía a pintura. No había posibilidad ninguna de que existieran organismos vivos no deseados: ni roedores miomorfos ni insectos hemimetábolos (ratones o cucarachas). Pues bien, solo tuvieron que pasar dos semanas para que un día, al llegar por la noche y abatirme en el sofá, observara el rodar impasible de varias bolas de consistencia herbácea y color gris plomo. Y que conste que yo soy de ración de escoba cada 48 horas.

                         En ese momento supe que todo estaba perdido. Si en una casa nueva, habitada por una sola persona, barrida cada dos días y fregada cada semana con brío, la Borra se reproducía por generación espontánea, no había nada que hacer. Salvo cuidados paliativos. Me fui al IKEA como soldado que va al armero y me proveí de una mopa de repetición y varias clases de bayeta como munición. Trazadora, rompedora, antitanque. Investigué la composición de los jerseys del armario, de las toallas que eran todas nuevas. Nada. Siguió apareciendo periódicamente como las caras de Belmez. Desafiante.

                          Así que decidí con el dicho: «Si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él» y me  limité a seguir el barrido y la higiene doméstica que marcan las ordenanzas, además de no cabrearme al cruzar el salón alguna que otra vez la simpática bolita. Bien sola o en compañía de otras. Les abría la puerta de la terraza y las invitaba a recorrer mundo. Incluso algunas veces les comentaba los sucesos del día, aliviando un poco mi soledad en tierra extraña.

                          Y fuimos felices como perdices.

                         De todas formas tengo que decir, en desagravio de la suegra, que hubo un tiempo en que yo también tuve una. La fortuna hizo que me tocara en suerte la que hacía excepción a la regla. Siempre repartiendo cariño y comida a todo el mundo como un huracán alimentario. Prudente y atenta hasta el extremo. Una santa laica. Y asaba el pescao como nadie. 



3 comentarios:

Beatriz Vázquez dijo...

Benditas borras, me saludan y me recriminan cuando juraba que las habia perdido.

Joe Black dijo...

jaja, ¿A que es verdad, Beatriz? ¿En el Caribe también aparecen por generación espontánea? Bueno, supongo que en tu tierra te saludaran a ritmo de salsa...

Unknown dijo...

Me sigue encantando este relato.