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a esperanza mata. No hay duda. Al menos yo no la tengo. Y
llevo ya más de cincuenta representaciones de Este año lo consigo…, la obra teatral que cada uno representa en el
teatro de la vida. Y oye, que siga muchos años en cartel y vosotros que lo
veáis. Ahora, que te digo yo que no. Es una maldición maravillosa, pero tiene
los mismos efectos que la droga.
Supongo que
es un sentimiento intrínsecamente humano. Pongamos un perro. Un perro no tiene esperanza,
vive un feliz presente continuo (sin ser yo filólogo ni nada de eso, se lo
tendré que consultar al mío de cabecera, que por fin ha vuelto a las Españas
para regocijo de los que estamos desasnándonos en el castellano). O sea, un
perro debe tener en mente solo dos tiempos verbales creo, bien el
presente bien el pretérito perfecto (pero un pretérito rapidito que se le
olvida): como/he comido, trisco/he triscado. Además del presente continuo que
en castellano dicen que se forma con la perífrasis «estar + gerundio»: Estoy
comiendo/estoy triscando. O sea, una feliz acción presente en curso.
El modo subjuntivo
para un perro debe ser como la «conjetura de Poincaré» para este cura que os escribe.
Su única
preocupación ante un objeto o situación es:
¿Se puede
jugar con él? ¿Se puede comer? ¿Se puede montar? Y todo esto… ¿se puede hacer
AHORA?
Caso de no
ser así, un perro lo descarta o lo entierra y pasa a otra cosa tan feliz como
si no hubiera existido nunca la preocupación anterior. Así, la sabia evolución
natural, ha dado al perro la posibilidad de mover el rabo y al hombre no. Ya
que mover el rabo en modo subjuntivo sería harto complicado.
Pues bien, el
hombre usa tantos tiempos verbales en su cabeza (menos algunos ejemplares del hombre
rupestre —sin intención peyorativa alguna para el Homo Abderitensis— que subjuntiva el presente: «ganemos el partido»
por «ganamos el partido») que a veces no sabe cuál escoger. Desde que nos volvimos
inteligentes cuando nos expulsaron del paraíso por la jodida manzana (que más
tonto no se puede ser, porque si el Árbol del Bien y del Mal hubiera dado
jamones de bellota, pues oye...) andamos perdidos los «adanes» rebotando contra
cada peñasco que nos pone el Supremo Guionista. Las «evas» menos, porque ellas
vienen con más inteligencia de serie y mejor terminadas, no cabe duda.
Ando ahora embarrado con La divina
comedia y no encuentro mejor definición conceptual que la que usa el Dante
a las puertas del infierno: « ¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!
». Una frase con la que quizá nos debería recibir la matrona que nos ayuda a
venir al mundo. Porque como dice mi respetado Arturo Pérez-Reverte, la vida es
un territorio hostil. Y no hay nada más hostil que el infierno. Acostumbramos al
olvido feliz, pensando que el universo se compone de nuestras bonitas calles
europeas asfaltadas, limpias y vigiladas por una policía que nos librará de los
malos. Y no. Os daré unos datos curiosos para jodernos el día:
En mi caso, os puedo decir que la
esperanza no se cuenta ya en cantidades significativas entre mi acervo.
Y en su uso como sinónimo de
ilusión, yo hace tiempo (como unas ocho empresas) que decidí que mi vida no iba
a ser mi trabajo, porque ninguna de mis diversas ocupaciones me han dado la
ilusión de poner la vida en ellas. Solo de ganármela. El trabajo es solo una de
las cosas que hago. Y como no soy investigador de textos clásicos del siglo IV
a.c. o de un laboratorio para secuenciar el ADN de la proteína que cure el
cáncer, o bien, alfarero (esos trabajos sí podría amarlos), pues considero la
labor diaria como una herramienta que me proporciona atún, pan, queso y
gasolina. O sea, para mí, el trabajo es un escoplo que (sudando) me ayuda a
comer. Lo que viene a ser una suerte de «cuchara» social. Una herramienta no
más valiosa que la escobilla del váter.
Y he cambiado muchas veces de
cuchara. Son prescindibles, se oxidan y jamás se me ocurriría enamorarme de
una.
Quizá la fe
religiosa (que ya sabéis queridos niños y niñas que es una de las tres virtudes
teologales: fe, esperanza y caridad) sea una especie de esperanza diferida,
prestada, entregada a un ser trascendente (o amigo imaginario, aunque en este
caso hablaríamos de esquizofrenia, excepto que sean millones los seguidores, en
cuyo caso se llama religión), que nos evita luchar por algo. Más cómodo es,
desde luego.
Por
ejemplo, un opositor que fía más a la esperanza, en sus versiones de advocación
mariana, escapularios, patas de conejo o estampitas de fray Leopoldo, antes que
al trabajo riguroso… ya debería saber el resultado de su examen. Es como ir a
la guerra con un crucifijo y sin armas. Porque incluso en el caso de que se
hayan pasado cientos de horas de estudio, ni siquiera así tiene asegurado nada.
Solo la oportunidad de competir en igualdad con los poquísimos que sobrevivirán
a la matanza.
Y conste
que soy sumamente respetuoso con los adultos responsables que deciden seguir «jugando
a los muñecos» (como suelo llamar a la devoción por las imágenes o los Geyperman) durante toda su vida racional;
bueno, me molesta un poco que corten las calles en Semana Santa para pasearlos,
pero comprendo que, si incluso el poderoso Poncio Pilatos en sus tiempos de
gobernador de Judea y de representante imperial del César no se atrevía a
dictar algunas penas de muerte sin la aquiescencia de los oscuros brujos del
Sanedrín, hoy, finiquitada ya hace tiempo la primera década del siglo XXI se
siga teniendo en cuenta.
Al
emperador Napoleón se le daba una higa la religión, pero la consideraba útil
para el control de masas.
No quiero
que nos quedemos con un sabor de boca amargo, queridos parroquianos. Tampoco es
eso. Estoy con Saramago en que si estudiamos la historia del hombre sobre la
Tierra no hay muchas razones para tener esperanza, vale. Pero cuando veo a los
niños yendo al cole con una sonrisa me recupero un poco.
Porque
tengo la esperanza de que mi filólogo de cabecera les de clase.
1 comentario:
Genial, as usual.
Esperanza vendia por políticos más que por curas veo yo aquí.
estoooooo
"Ya que mover el rabo en modo subjuntivo sería harto complicado."
jjajjajajjajajjajjjjjjjaaaaaaaaa
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