domingo, 13 de septiembre de 2015

LA ESPE



L
a esperanza mata. No hay duda. Al menos yo no la tengo. Y llevo ya más de cincuenta representaciones de Este año lo consigo…, la obra teatral que cada uno representa en el teatro de la vida. Y oye, que siga muchos años en cartel y vosotros que lo veáis. Ahora, que te digo yo que no. Es una maldición maravillosa, pero tiene los mismos efectos que la droga.

            Supongo que es un sentimiento intrínsecamente humano. Pongamos un perro. Un perro no tiene esperanza, vive un feliz presente continuo (sin ser yo filólogo ni nada de eso, se lo tendré que consultar al mío de cabecera, que por fin ha vuelto a las Españas para regocijo de los que estamos desasnándonos en el castellano). O sea, un perro debe tener en mente solo dos tiempos verbales creo, bien el presente bien el pretérito perfecto (pero un pretérito rapidito que se le olvida): como/he comido, trisco/he triscado. Además del presente continuo que en castellano dicen que se forma con la perífrasis «estar + gerundio»: Estoy comiendo/estoy triscando. O sea, una feliz acción presente en curso.

            El modo subjuntivo para un perro debe ser como la «conjetura de Poincaré» para este cura que os escribe.

            Su única preocupación ante un objeto o situación es:

            ¿Se puede jugar con él? ¿Se puede comer? ¿Se puede montar? Y todo esto… ¿se puede hacer AHORA?

            Caso de no ser así, un perro lo descarta o lo entierra y pasa a otra cosa tan feliz como si no hubiera existido nunca la preocupación anterior. Así, la sabia evolución natural, ha dado al perro la posibilidad de mover el rabo y al hombre no. Ya que mover el rabo en modo subjuntivo sería harto complicado.

            Pues bien, el hombre usa tantos tiempos verbales en su cabeza (menos algunos ejemplares del hombre rupestre —sin intención peyorativa alguna para el Homo Abderitensis— que subjuntiva el presente: «ganemos el partido» por «ganamos el partido») que a veces no sabe cuál escoger. Desde que nos volvimos inteligentes cuando nos expulsaron del paraíso por la jodida manzana (que más tonto no se puede ser, porque si el Árbol del Bien y del Mal hubiera dado jamones de bellota, pues oye...) andamos perdidos los «adanes» rebotando contra cada peñasco que nos pone el Supremo Guionista. Las «evas» menos, porque ellas vienen con más inteligencia de serie y mejor terminadas, no cabe duda.

Ando ahora embarrado con La divina comedia y no encuentro mejor definición conceptual que la que usa el Dante a las puertas del infierno: « ¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza! ». Una frase con la que quizá nos debería recibir la matrona que nos ayuda a venir al mundo. Porque como dice mi respetado Arturo Pérez-Reverte, la vida es un territorio hostil. Y no hay nada más hostil que el infierno. Acostumbramos al olvido feliz, pensando que el universo se compone de nuestras bonitas calles europeas asfaltadas, limpias y vigiladas por una policía que nos librará de los malos. Y no. Os daré unos datos curiosos para jodernos el día:


En mi caso, os puedo decir que la esperanza no se cuenta ya en cantidades significativas entre mi acervo.

 Y en su uso como sinónimo de ilusión, yo hace tiempo (como unas ocho empresas) que decidí que mi vida no iba a ser mi trabajo, porque ninguna de mis diversas ocupaciones me han dado la ilusión de poner la vida en ellas. Solo de ganármela. El trabajo es solo una de las cosas que hago. Y como no soy investigador de textos clásicos del siglo IV a.c. o de un laboratorio para secuenciar el ADN de la proteína que cure el cáncer, o bien, alfarero (esos trabajos sí podría amarlos), pues considero la labor diaria como una herramienta que me proporciona atún, pan, queso y gasolina. O sea, para mí, el trabajo es un escoplo que (sudando) me ayuda a comer. Lo que viene a ser una suerte de «cuchara» social. Una herramienta no más valiosa que la escobilla del váter.  

Y he cambiado muchas veces de cuchara. Son prescindibles, se oxidan y jamás se me ocurriría enamorarme de una.  

            Quizá la fe religiosa (que ya sabéis queridos niños y niñas que es una de las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad) sea una especie de esperanza diferida, prestada, entregada a un ser trascendente (o amigo imaginario, aunque en este caso hablaríamos de esquizofrenia, excepto que sean millones los seguidores, en cuyo caso se llama religión), que nos evita luchar por algo. Más cómodo es, desde luego.

            Por ejemplo, un opositor que fía más a la esperanza, en sus versiones de advocación mariana, escapularios, patas de conejo o estampitas de fray Leopoldo, antes que al trabajo riguroso… ya debería saber el resultado de su examen. Es como ir a la guerra con un crucifijo y sin armas. Porque incluso en el caso de que se hayan pasado cientos de horas de estudio, ni siquiera así tiene asegurado nada. Solo la oportunidad de competir en igualdad con los poquísimos que sobrevivirán a la matanza.

            Y conste que soy sumamente respetuoso con los adultos responsables que deciden seguir «jugando a los muñecos» (como suelo llamar a la devoción por las imágenes o los Geyperman) durante toda su vida racional; bueno, me molesta un poco que corten las calles en Semana Santa para pasearlos, pero comprendo que, si incluso el poderoso Poncio Pilatos en sus tiempos de gobernador de Judea y de representante imperial del César no se atrevía a dictar algunas penas de muerte sin la aquiescencia de los oscuros brujos del Sanedrín, hoy, finiquitada ya hace tiempo la primera década del siglo XXI se siga teniendo en cuenta.

            Al emperador Napoleón se le daba una higa la religión, pero la consideraba útil para el control de masas.

            No quiero que nos quedemos con un sabor de boca amargo, queridos parroquianos. Tampoco es eso. Estoy con Saramago en que si estudiamos la historia del hombre sobre la Tierra no hay muchas razones para tener esperanza, vale. Pero cuando veo a los niños yendo al cole con una sonrisa me recupero un poco.

            Porque tengo la esperanza de que mi filólogo de cabecera les de clase. 



1 comentario:

Unknown dijo...

Genial, as usual.
Esperanza vendia por políticos más que por curas veo yo aquí.



estoooooo
"Ya que mover el rabo en modo subjuntivo sería harto complicado."
jjajjajajjajajjajjjjjjjaaaaaaaaa