El tableteo de las ametralladoras y el compás de las
explosiones ponía ritmo e iluminación al teatro de una guerra jamás declarada durante esa noche del viernes 22 de
diciembre. La mezquita de Al-Aqsa, en Jerusalén, estaba cerrada. Después de los
rezos del viernes el gran muftí, Abdelhamid, aguardaba tras la puerta la señal acordada
para abrirla. Las dos negras figuras a las que esperaba tocaron con la cadencia
convenida.
—Salam aleikum —les saludó Abdelhamid.
—Evenu Shalom Alejem —contestó uno de ellos.
—Dios sea contigo —respondió el otro.
Los tres, guiados por el árabe, se adentraron en la
maravilla arquitectónica del tercer lugar sagrado del Islam. Un bosque de
columnas sobre un prado de riquísimas alfombras recorrido por el aire frío de
la noche que a ninguno de ellos hacía temblar. Sus almas estaban aún más frías.
El calor de la fe hacía ya tiempo que
los había abandonado.
Abdelhamid abrió una puerta lateral y pasaron a una pequeña estancia
en cuyo suelo se sentaron.
—Nunca me acostumbraré a vuestro desprecio por las sillas —apuntó
el cardenal Scola con una irónica sonrisa.
—Seamos breves —dijo Moshé Ben Tumiel, el gran rabino de la
ciudad santa—. La noche es fría y
peligrosa. El ejército está dando un escarmiento por los últimos atentados. Como acordamos, nos hemos reunido
hoy, el día de oración de los musulmanes y lo haremos mañana y pasado. Ese fue
nuestro pacto: vernos en cada uno de los días sagrados de nuestras tres religiones
—los tres eran hombres sin certidumbre en lo trascendente, predicaban
únicamente por la inercia acumulada durante decenios.
—Hoy lo invocaremos desde la Gran Mezquita, mañana desde la Gran Sinagoga y el domingo
desde la iglesia del Santo Sepulcro. Puede que así sepamos cuál de las tres
creencias es la escogida por Dios. Si es
que lo es alguna...
Los tres hombres pasaron la noche en oración. Rogando al
cielo que brotara el milagro de alguna forma.
El alba los sorprendió durmiendo después de toda una noche
de ruegos y preces.
—Desde luego, si Dios quería decirnos algo, es que al menos pongamos
asientos en nuestros templos —apuntó sarcástico el cardenal Scola mientras se
despedían en la neblina del día.
La reunión se repitió con el mismo secreto el sábado en la
Gran Sinagoga. El anfitrión fue el gran rabino Ben Tumiel y los rezos se
extendieron de nuevo durante toda la noche.
—Hermanos, creo que al menos yo he apostado por un caballo
ganador —dejó caer mordaz el cardenal Scola—. Mañana además es Nochebuena: ¿qué
mejor día para iluminarnos?
Los tres hombres, soñolientos, se despidieron de nuevo.
La noche de la misa del gallo, se celebró la última reunión
en una pequeña estancia de la iglesia del Santo Sepulcro. A sus oídos llegaban
los cánticos de los fieles reunidos en tan señalada ocasión. Pero lo que no
llegó ni con el alba fue la señal. La Señal. No hubo ninguna maldita señal.
Al amanecer, cuando salían del templo, varios vehículos militares
del ejército les cerraron el paso. Un capitán israelí les ordenó subir
rápidamente a uno de ellos y los condujo a un apartado edificio del servicio
secreto.
Esperaron sorprendidos y temerosos en un sombrío despacho hasta
que se abrió la puerta y entró un militar.
—Buenos días, señores. Soy el coronel Bensabat. Del Mossad.
Tengo que hacerles algunas preguntas. Como por ejemplo... ¿Quién es su
informador en el grupo terrorista?
Los tres se miraron entre sí atónitos.
El coronel se pasó las siguientes dos horas interrogando a
los tres hombres que no podían creer lo que les estaba pasando. Al fin, se lo
comunicó:
—¿De verdad que nadie les avisó de que iban a ser asesinados
el viernes 22? ¿No sabían que los terroristas les estuvieron buscando durante
tres noches para acabar con ustedes y sembrar el caos en la ciudad? Tuve a
cincuenta hombres siguiéndoles durante todo ese tiempo y cada vez que iban a
matarles ustedes cambiaban de sitio. No
me lo puedo explicar. Pero bueno, los terroristas han sido detenidos.
Al mediodía, sin confesar ninguno de ellos su pacto secreto,
fueron puestos en libertad.
El sol empezaba a calentar los edificios de la ciudad, así
que pasearon juntos unos minutos.
—Nuestra religión nos ha salvado la vida —aseguró Abdelhamid.
—Sí. Nos ha salvado de ser asesinados... en nombre de la
religión —le replicó Moshé.
—En cualquier caso —apuntó el cardenal Scola—, seguimos vivos.
Nuestras creencias matan y mueren. Siempre ha sido así. Pero lo que es un hecho
inmutable es la comida especial de Navidad de mi archidiócesis que nunca me he
perdido. Y hoy no va a ser una excepción. Dominus vobiscum.
Joe Andrés.
*Presentado al X Concurso de relatos
de invierno diario IDEAL
2 comentarios:
Mola. Me ha gustado, aunque me queda un sabor raro....¿algo que explicar sobre el relato que pueda ayudarme a entenderlo?
Por cierto, me gusta la nueva cara del blog
Pues me alegro de que te guste el nuevo diseño, Maripil. En cuánto a la historia... hay un escritor que dice que una narración en realidad se desarrolla en la mente del lector. Yo solo cocino. Tú eres la que dedice el sabor que tiene. Hay sabores raros que gustan.
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