miércoles, 5 de diciembre de 2012

TRÍO DE DIOSES



   El tableteo de las ametralladoras y el compás de las explosiones ponía ritmo e iluminación al teatro de una guerra jamás  declarada durante esa noche del viernes 22 de diciembre. La mezquita de Al-Aqsa, en Jerusalén, estaba cerrada. Después de los rezos del viernes el gran muftí, Abdelhamid, aguardaba tras la puerta la señal acordada para abrirla. Las dos negras figuras a las que esperaba tocaron con la cadencia convenida.

   —Salam aleikum —les saludó Abdelhamid.

   —Evenu Shalom Alejem —contestó uno de ellos.

   —Dios sea contigo —respondió el otro.

   Los tres, guiados por el árabe, se adentraron en la maravilla arquitectónica del tercer lugar sagrado del Islam. Un bosque de columnas sobre un prado de riquísimas alfombras recorrido por el aire frío de la noche que a ninguno de ellos hacía temblar. Sus almas estaban aún más frías. El calor de la fe hacía ya  tiempo que los había abandonado.

   Abdelhamid abrió una puerta lateral y pasaron a una pequeña estancia en cuyo suelo se sentaron.

   —Nunca me acostumbraré a vuestro desprecio por las sillas —apuntó el cardenal Scola con una irónica sonrisa.
 
   —Seamos breves —dijo Moshé Ben Tumiel, el gran rabino de la ciudad santa—.  La noche es fría y peligrosa. El ejército está dando un escarmiento por los últimos  atentados. Como acordamos, nos hemos reunido hoy, el día de oración de los musulmanes y lo haremos mañana y pasado. Ese fue nuestro pacto: vernos en cada uno de los días sagrados de nuestras tres religiones —los tres eran hombres sin certidumbre en lo trascendente, predicaban únicamente por la inercia acumulada durante decenios.

   —Hoy lo invocaremos desde la Gran Mezquita,  mañana desde la Gran Sinagoga y el domingo desde la iglesia del Santo Sepulcro. Puede que así sepamos cuál de las tres creencias es la escogida por  Dios. Si es que lo es alguna...

   Los tres hombres pasaron la noche en oración. Rogando al cielo que brotara el milagro de alguna forma.

   El alba los sorprendió durmiendo después de toda una noche de ruegos y preces.

   —Desde luego, si Dios quería decirnos algo, es que al menos pongamos asientos en nuestros templos —apuntó sarcástico el cardenal Scola mientras se despedían en la neblina del día.

   La reunión se repitió con el mismo secreto el sábado en la Gran Sinagoga. El anfitrión fue el gran rabino Ben Tumiel y los rezos se extendieron de nuevo durante toda la noche.

   —Hermanos, creo que al menos yo he apostado por un caballo ganador —dejó caer mordaz el cardenal Scola—. Mañana además es Nochebuena: ¿qué mejor día para iluminarnos?

   Los tres hombres, soñolientos, se despidieron de nuevo.

   La noche de la misa del gallo, se celebró la última reunión en una pequeña estancia de la iglesia del Santo Sepulcro. A sus oídos llegaban los cánticos de los fieles reunidos en tan señalada ocasión. Pero lo que no llegó ni con el alba fue la señal. La Señal. No hubo  ninguna maldita señal.

   Al amanecer, cuando salían del templo, varios vehículos militares del ejército les cerraron el paso. Un capitán israelí les ordenó subir rápidamente a uno de ellos y los condujo a un apartado edificio del servicio secreto. 

   Esperaron sorprendidos y temerosos en un sombrío despacho hasta que se abrió la puerta y entró un militar.

   —Buenos días, señores. Soy el coronel Bensabat. Del Mossad. Tengo que hacerles algunas preguntas. Como por ejemplo... ¿Quién es su informador en el grupo terrorista?

    Los tres se miraron entre sí atónitos.

   El coronel se pasó las siguientes dos horas interrogando a los tres hombres que no podían creer lo que les estaba pasando. Al fin, se lo comunicó:

   —¿De verdad que nadie les avisó de que iban a ser asesinados el viernes 22? ¿No sabían que los terroristas les estuvieron buscando durante tres noches para acabar con ustedes y sembrar el caos en la ciudad? Tuve a cincuenta hombres siguiéndoles durante todo ese tiempo y cada vez que iban a matarles ustedes cambiaban de sitio.  No me lo puedo explicar. Pero bueno, los terroristas han sido detenidos.

   Al mediodía, sin confesar ninguno de ellos su pacto secreto, fueron puestos en libertad.

   El sol empezaba a calentar los edificios de la ciudad, así que pasearon juntos unos minutos.

   —Nuestra religión nos ha salvado la vida —aseguró Abdelhamid.

   —Sí. Nos ha salvado de ser asesinados... en nombre de la religión —le replicó Moshé.

   —En cualquier caso —apuntó el cardenal Scola—, seguimos vivos. Nuestras creencias matan y mueren. Siempre ha sido así. Pero lo que es un hecho inmutable es la comida especial de Navidad de mi archidiócesis que nunca me he perdido. Y hoy no va a ser una excepción. Dominus vobiscum.

 
                                                                                                               Joe Andrés.



               *Presentado al X Concurso de relatos de invierno diario IDEAL




2 comentarios:

La Maripili dijo...

Mola. Me ha gustado, aunque me queda un sabor raro....¿algo que explicar sobre el relato que pueda ayudarme a entenderlo?
Por cierto, me gusta la nueva cara del blog

Joe Black dijo...

Pues me alegro de que te guste el nuevo diseño, Maripil. En cuánto a la historia... hay un escritor que dice que una narración en realidad se desarrolla en la mente del lector. Yo solo cocino. Tú eres la que dedice el sabor que tiene. Hay sabores raros que gustan.