domingo, 13 de octubre de 2013

LA CRUZ DEL VAGABUNDO








E

sta mañana (como muchos otros días), lo he visto desde la cómoda seguridad de mi terraza, de mi cómodo barrio, de mi cómoda vida. Comparada con la suya, se entiende. Normalmente lo suelo ver antes de que el sol amanezca y el estruendo metálico de sillas y mesas  indique que la camarera rumana está colocando un nuevo día en la cafetería de abajo. Es mi despertador particular de las siete de la mañana. 365 días al año. Cortesía hostelera.


            Es un hombre con rutinas instaladas. Infinitamente mejor instaladas que alguien perfectamente insertado en la sociedad: anda, recompone su carrito, anda, ordena sus pertenencias, anda… Ni un funcionario con quince trienios está más ajustado que él. 


            Se ha sentado en la cafetería, afuera, pegado a la columna, como siempre. Ha apoyado el carrito, como siempre, ha pedido el mismo café humeante de siempre, casi sin hablar, como intentando confundirse con el cemento para no molestar. 


            Al terminar, como siempre, se ha levantado, y ha comenzado a andar. Pero algo le ha detenido: un contenedor para escombro casi repleto. Alguna obra de un vecino cercano. Se ha parado y lo ha estado observando detenidamente. Se ha acercado y tomando un cartón rectangular lo ha puesto en el centro. Luego, despacio, ha medido dos trozos de madera de distinta longitud. Los ha colocado y centrado hasta que ha quedado a su gusto. Entonces ha asentido sonriendo para sí mismo (sí, así está bien…). Y satisfecho ha continuado su eterno caminar.


            En el contenedor ha quedado lo que parece la figura de un ataúd de cartón con una cruz dentro. 


            Él no lo sabe, pero yo lo recuerdo. Hace veintiocho años era un joven directivo de la empresa en la que yo (aún más joven que él) trabajaba. Conducía un coche  espectacular y siempre pagaba con billetes grandes. Nunca lo volví a ver hasta hace un par de veranos que apareció por el barrio como un cireneo errante. Empujando el carrito y ocultando su pasado tras unas gafas de sol. 


El gesto de fabricar la cruz, pararse y volverse a mirarla, me ha hecho pensar que  quizá ni mi terraza sea tan segura ni tan cómoda como para no derrumbarse un día y terminar en un contenedor similar.  


Podemos optar por no asomarnos a la terraza; por no frecuentar cementerios para no recordar que están poblados de cadáveres. Pero están ahí. Y si alguna vez la vida nos convierte en cascotes y polvo  puede que ni siquiera tengamos tiempo de plantar una cruz en el contenedor porque ya se lo hayan llevado. 


Así que mejor baja, alcánzalo y sin que nadie te vea deja caer un billete de 10 euros en su mano. Porque él, nunca, jamás pide limosna.  


Al menos, si alguna vez te toca, puede que alguien te vea desde su terraza y escriba algo sobre ti. 


Y sobre todo, puede que ese día tengas 10 euros más para comer. 




*Publicado en revista «Tecla» nº 3 de 2014 (enlace)






1 comentario:

Lennon dijo...

Grande mi hermanito.