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sta mañana (como muchos otros días), lo he visto
desde la cómoda seguridad de mi terraza, de mi cómodo barrio, de mi cómoda vida.
Comparada con la suya, se entiende. Normalmente lo suelo ver antes de que el sol
amanezca y el estruendo metálico de sillas y mesas indique que la camarera rumana está colocando
un nuevo día en la cafetería de abajo. Es mi despertador particular de las siete
de la mañana. 365 días al año. Cortesía hostelera.
Es
un hombre con rutinas instaladas. Infinitamente mejor instaladas que alguien
perfectamente insertado en la sociedad: anda, recompone su carrito, anda, ordena
sus pertenencias, anda… Ni un funcionario con quince trienios está más ajustado
que él.
Se
ha sentado en la cafetería, afuera, pegado a la columna, como siempre. Ha
apoyado el carrito, como siempre, ha pedido el mismo café humeante de siempre,
casi sin hablar, como intentando confundirse con el cemento para no molestar.
Al
terminar, como siempre, se ha levantado, y ha comenzado a andar. Pero algo le
ha detenido: un contenedor para escombro casi repleto. Alguna obra de un vecino
cercano. Se ha parado y lo ha estado observando detenidamente. Se ha acercado y
tomando un cartón rectangular lo ha puesto en el centro. Luego, despacio, ha
medido dos trozos de madera de distinta longitud. Los ha colocado y centrado
hasta que ha quedado a su gusto. Entonces ha asentido sonriendo para sí mismo
(sí, así está bien…). Y satisfecho ha continuado su eterno caminar.
En
el contenedor ha quedado lo que parece la figura de un ataúd de cartón con una
cruz dentro.
Él
no lo sabe, pero yo lo recuerdo. Hace veintiocho años era un joven directivo de
la empresa en la que yo (aún más joven que él) trabajaba. Conducía un coche espectacular y siempre pagaba con billetes
grandes. Nunca lo volví a ver hasta hace un par de veranos que apareció por el barrio
como un cireneo errante. Empujando el carrito y ocultando su pasado tras unas gafas
de sol.
El gesto de fabricar la
cruz, pararse y volverse a mirarla, me ha hecho pensar que quizá ni mi terraza sea tan segura ni tan
cómoda como para no derrumbarse un día y terminar en un contenedor similar.
Podemos optar por no
asomarnos a la terraza; por no frecuentar cementerios
para no recordar que están poblados de cadáveres. Pero están ahí. Y si alguna
vez la vida nos convierte en cascotes y polvo
puede que ni siquiera tengamos tiempo de plantar una cruz en el contenedor
porque ya se lo hayan llevado.
Así que mejor baja,
alcánzalo y sin que nadie te vea deja caer un billete de 10 euros en su mano.
Porque él, nunca, jamás pide limosna.
Al menos, si alguna vez
te toca, puede que alguien te vea desde su terraza y escriba algo sobre ti.
Y sobre todo, puede que
ese día tengas 10 euros más para comer.
1 comentario:
Grande mi hermanito.
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