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o no suelo creer en los fenómenos paranormales. Bueno, de
pequeño sí. Estaba totalmente convencido de que había como tres espíritus que
me visitaban una vez al año: en concreto, la noche del seis de enero. Pero eran
benéficos. Se dedicaban a la auditoría del comportamiento y oye, se portaban
bien.
Os voy a colar una «batallita»:
También, hace mucho tiempo, tuve una seminovia serrana, que era natural de un
pueblo en las estribaciones de las Alpujarras; y la conocí en un bar de esos de divorciados
(estaba yo recién rupturado) y bueno,
estuvimos un tiempo juntos. Ella era un poco mayor que yo, pero una vez apagada
la luz no se notaba. Llevábamos una vida de fin de semana. Yo me desplazaba a
su chalecito al pie de la serranía, que tenía unas vistas preciosas y allí
holgábamos hasta el domingo en que me volvía.
El sitio en cuestión era una casa
baja que contrastaba con la modernidad del bulevar en el que se hallaba
inserta. Relieves en los vanos, puerta de madera con llamador de forja, aunque
como concesión al siglo había un timbre. Ella ya me había confesado que íbamos
a ver a un hombre que tenía un «don». A mí estas cosas no me hacen maldita la
gracia, pero bueno, como después de aprobar el Bachiller dicen que ya tiene uno
el tratamiento de don, pues me lo tomé
a guasa. Total, que era un curandero famoso en la plaza.
Abrió la puerta un señor, ni
gordo ni flaco, ni viejo ni joven, ni alto ni bajo. No llevaba túnica como
Carlos Jesús ni nada. Solo una rebeca marrón y una camisa a cuadros que debió
de ser del último barco que llegó de «Terlenka». Nada raro.
Nos invitó a pasar, amable, pero
serio, a un corredor en el que predominaba el arte sacro, con gordos y
mofletudos querubines en los ángulos del techo e imágenes de vírgenes salteadas
con santos. Todo muy lóbrego y tenebroso. Entramos a una estancia presidida por
una mesa camilla de reglamento, con sus enagüillas pardas y su funda de hule
transparente para sujetarlas. En el centro, había unos sospechosos frascos de
vidrio.
Este señor, que dijo llamarse
Paco (nada de Raticulín ni rollos de
esos) me invitó a sentarme en una silla de anea colocada en medio de la
estancia mientras nos decía que no nos preocupáramos y que nos estésemos tranquilos. Hombre, a mí me
mosqueó, que la ceremonia fuera a girar en torno a mí y no a mi mari, a la cual sentó pegada a la pared…
pero bueno, como no aprecié cercanía de cuchillos de sacrificio ni pollos sin
cabeza, pues mira, me presté.
El ritual consistía en que el
payo daba vueltas a mi alrededor recitando una letanía que no conseguí entender
si era arameo, andaluz cerrao o
latín. Puede que una mezcla de todo. Me imponía las manos en la cabeza y me
decía que no me preocupara si notaba algo de calor. La verdad es que temí salir
de allí ordenado sacerdote de Baal o algo así…
Al final, muy sonriente, me dio
una serie de instrucciones a seguir con un frasco de un potingue (que igual era
la poción mágica de Panoramix) que me
regaló. El no cobraba nada, solo la voluntad… además de los otros frascos que
tendría que recoger cada mes, que eran de pago, eso sí. Mi voluntad se
materializó en los 20 euros que le di y en coger a la mari y salir de allí a la carrera.
Tonto del todo no soy, y algo
conozco de druidas, bruixas, curas y vendedores de mantas. Lo que había
sucedido en torno a mi había sido ¡una ceremonia de «amarre»! instigada por mi mari para quedar prendado de por vida
por ella. Le monté un pollo tremendo y le di el finiquito.
Así que ya digo que estas cosas
no me afectan… o no me afectaban hasta hace poco.
Porque, oye, lo del Mal de Ojo
tiene su aquel.
Hace cosa de un mes, me desplacé
a Granada a la entrega de premios de un concurso de relatos al que amablemente me
invitaron por quedar finalista. Me apetecía cambiar de aires y darme una vuelta
en tren (que a mí el tren me pone un montón, yo sería feliz de revisor
recorriendo la península con una gorra… y sin gorra, vamos).
Así que hice el petate y me
embarqué en el andén Uno con destino a la capital del reino nazarí. Allí además,
estudia mi sobrino Medicina y como el acto era en el Colegio de Médicos, además
de que él era el supuesto protagonista del relato que también iba sobre
técnicas médicas, pues miel sobre hojuelas. Que el chaval se pasa el día entre
oscuros libros y apuntes además de cadáveres incorruptos. Muy sufrío.
Incluso mi buena amiga Carmen (morena
flor del Genil) se ofreció a darme aposento y guía en la urbe. Lo cual es muy
de agradecer.
Pues bien, solucionados viaje y fonda,
bajé gozoso del tren en Granada. Una ciudad preciosa, que junto con Málaga, siempre
me ha dado alegrías (¡no como otras que no nombraré!). Y allí estaba ella, con
su sonrisa de serie que ha nublado más razones que la doctrina católica. Y
claro, nos fuimos de tapeo los tres. Ella, sus rizos y yo mismo.
Cuando arreciaban las cañas, para
variar el turisteo me llevó a una tetería, creo que por el barrio del Zaidín,
con sus callejuelas y tenderetes de cuando Boabdil dictaba aún las leyes del
reino. Con tan mala fortuna, que a la salida, estando la calle en pendiente y
adoquinada, tropecé con mis botas de siete leguas y caí postrado de hinojos
cual musulmán en la hora del rezo. Pero sin esterilla.
Lo cual me produjo lesiones en la
muñeca y en la rodilla de mediana consideración. Pero uno, que siempre fue de
la sufrida infantería, decidió postergar el dolor hasta que hubiera lugar a
ello. Recogimos a mi sobrino, fuimos al acto y cumplimos religiosamente con el
programa. Una vez en su casa, incluso me curó la herida de la rodilla que
parecía que me había disparao un
francotirador tuerto.
Al día siguiente, me despedí
agradecido, y una vez en el tren de regreso, la muñeca y la mano comenzaron a
hincharse con el correr de las estaciones, pareciendo que mi brazo terminaba en
un melón de campo.
Total, que acabé en urgencias
diagnosticado de esguince de muñeca y herida inciso-contusa en la rodilla. Yo
creo que hubo cristianos en la reconquista de Granada que volvieron mejor
parados… pero bueno.
Escribir es un oficio peligroso,
ya se sabe.
Una vez vendados y curados los
miembros afectados (el principal se salvó), al no poder coger la moto, llamé a mi
buen amigo Emilio (un pirata navegado por todos los mares) para que le diera un
meneo, que llevaba tiempo parada. Lo que hizo gustoso. Al día siguiente, bajé confiado
para arrancarla y… verdes las han segao.
Nada. Sin batería.
Al ir a llamar a la asistencia en
carretera también me di cuenta de que (oh señor), me había olvidado el cargador
del teléfono en Granada. Para redondear…
En fin, taller, cambio de
batería, aligeramiento de bolsa… bueno, al menos tengo batería nueva.
Pues no, al día siguiente tampoco
arrancaba. Del uno por ciento de baterías que salen jodidas de fábrica, mi
mecánico de cabecera me instaló una. Con un par. Son cosas que pasan… de nuevo
taller, y sustitución de la infausta por otra.
La bola sigue en juego, así que
oye, intento no pasar por debajo de una escalera, rehúyo los gatos negros, y
toda la parafernalia. Incluso, por si acaso, realicé un conjuro contra el Mal
de Ojo con una vela blanca, agua y sal gorda. No sé aún si surtirá efecto, pero
al estar con la mano vendada y con poco tino conseguí quemarme un dedo y convertir
el suelo de mi habitación en un mar salado pero sin peces. Bueno, en realidad,
un besugo sí que había. Yo mismo.
Solventado todo esto, y por si
cabía alguna duda, al día siguiente me levanté con un catarro de mil pares de rellenos
escrotales. Al punto que escribo esto, vendado, aún cicatrizando y con la mesa
que parece una farmacia de guardia.
Y si os parece poco, mi cumple
cae en el próximo Viernes Santo. Espero que no me crucifiquen…
1 comentario:
Que las caídas en Granada no son siempre poéticas ni hermosas. Que no haya sido nada -eres un tipo duro: ni me di cuenta-.
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