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En definitiva, la ÚNICA diferencia
entre estos términos es la existencia o no de VOLUNTAD. Voluntad de matar.
Conozco el negocio bancario. Trabajé
en él más años de los que me gustaría recordar. Y, como en todas las
actividades humanas, hay un ÚLTIMO RESPONSABLE de cada acto contractual que se
produce.
En
cada sucursal existe la figura del Director, que se dedica más a la actividad
comercial pura y dura, a captar Pasivo (cuentas, ahorros de las pobres viejas,
comidas con los directores de tesorería de los constructores, etc.) y procura
remunerar este al mínimo. La otra labor es la de colocar operaciones de Activo
(préstamos) al máximo tipo de interés posible. En definitiva un banco compra y
vende dinero. Nada más. Y nada menos. Luego está la figura del Interventor que
vela porque todas las correrías, golferías y pillerías del director encajen en
la operativa reglamentaria de la entidad. He trabajado en sucursales dónde el interventor
y el director se odiaban a muerte además de no dirigirse la palabra. Por
encima, dependiendo del volumen de la operación, están los directores de Área, regionales
y demás. Pero sea una tarjeta de crédito con un límite de 600 € o una operación
de financiación para una constructora de 500 viviendas de varios cientos de
millones de euros, SIEMPRE hay una última firma. Con nombres y apellidos.
Hay
dos frases que recuerdo me regalaron los oídos cuando yo era un pardillo
bancario con corbata. Cada una de ellas refleja perfectamente la tipología de
cada figura:
Director
de Sucursal: «Mira, en esta vida lo que hay es… follarte a todas las que
puedas, comer bien y que no te pillen en
un renuncio».
Interventor:
«La operativa es esta y no hay más. Las empresas no son humanas…».
En
los dos casos, se trataba de «ejemplares» padres de familia y casi de misa
dominical. Aunque no se puede generalizar, claro. Se puede trabajar en un banco
y ser una mujer o un hombre con una moral irreprochable… menos de ocho a tres.
Traigo
todo esto a colación porque ha muerto Fran en Córdoba.
Francisco Lema Bretón, 36
años, albañil desempleado y víctima de una hipoteca, deja mujer y una niña. Todos los días muere gente, sí. Y ni siquiera
llegamos a enterarnos a no ser que nos toque muy de cerca. Eso lo sé por
experiencia. Tengo en la memoria ya bastantes entierros. Dos de ellos me
mordieron el alma como si un buitre carroñero se hubiera alimentado de mis
entrañas. Y después no he vuelto a ver la vida de la misma forma. Recuerdo el
ambiente, el terminar de cada entierro y recuerdo las dos sensaciones: la de
ser coprotagonista del acto y la de ser un mero invitado. Tan opuestas entre sí
como el cielo y el infierno. Cuándo solo asistes para dar el pésame, ves como
las parejas vuelven a casa, como en un suspiro, como alegrándose de que no les
ha tocado a ellos. Los abrazos esa noche son más fuertes en todos los hogares.
En
el hogar de Fran —–si es que se puede llamar hogar a una vivienda que consiguió
tras entregar la suya al banco para que permanezca vacía—, que murió ayer,
después de haber negociado con su banco la dación en pago de su vivienda,
después de muchos meses luchando en la plataforma «Stop Desahucios», después de
recibir una notificación de Hacienda comunicándole una deuda de ¡400 euros! su
mujer no podrá abrazarse a él. Nunca más.
Porque
existe una persona, con nombres y apellidos, un director de sucursal, de área o
de lo que sea que estampó su firma sobre la «sentencia» de Fran. Una persona
que, puede que el lunes, cuando vuelva a su despacho, lo primero que haga sea
revisar a escondidas el expediente del crédito de Fran. Quizá le dedique un par
de minutos a su recuerdo. Saldrá a desayunar a las once y a las tres y media
estará en casa. Sin ninguna percepción de RESPONSABILIDAD sobre la muerte de
Fran.
Y
es que desde muy joven le enseñaron, le entrenaron, a parapetarse tras el
cumplimiento de las normas y los reglamentos de su entidad financiera. Su
voluntad no era matar, pero la consecuencia de su acto ha sido una muerte. Una
muerte con un precio y un valor contable.
Diluimos
la responsabilidad de nuestros actos en la normativa de una organización,
empresa, religión, partido político… Pero siempre hay un responsable último.
Siempre.
Nadie
más convencido de la legitimidad de sus actos que fray Tomás de Torquemada,
inquisidor general del Santo Oficio cuándo mandaba quemar vivos a los
sospechosos de profesar la fe judía. Se limitaba a cumplir la normativa
vigente.
Esperemos
que Fran sea reconocido como víctima de esa otra organización dentro de
quinientos años. Descanse en paz.
1 comentario:
Pues sí, una lástima lo de Fran y lo de tantos otros. Ada no estaba tan equivocada cuando les llamó criminales
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