Crédito imagen: misco-hon.es
|
Q
|
ue conste que a mí no me gusta joder. Exceptuando
los casos en que la coyunda se acompañe de lencería fina, soy más bien un
nihilista casi siempre pacífico y defensor a ultranza de la Tercera Ley de
Newton, o principio de acción y reacción: «si me jodes, te joderé con una
fuerza igual y opuesta».
Además,
que uno siempre ha reverenciado a la función pública. Unas veces por devoción
(las menos) y otras por obligación (las más). Una vez creo que os opiné alguna
cosilla sobre los «funcionarios de colores»:
A los que respeto profundamente es a los de
color blanco; son vocacionales, desde luego. Los encuentros que he tenido con
ellos siempre se han saldado con un alta (hasta ahora). Con los de color negro
—pleitos tengas…— no he tenido demasiadas concurrencias y siempre acompañadas
de cefaleas propias o ajenas. Los de color azul —que suelen llevarte cautivo a
conocer a los de negro— tampoco han sido santo de mi devoción. Sobre todo los
de azul local con libretilla. Y con los de color verde, a los que todos los
españoles sobre ruedas respetamos muchísimo —incluyendo a su familia cercana—,
salvo alguna reconvención, a veces ilustrada numéricamente, tampoco ha habido
nada reseñable.
Y sé que me
voy a meter en un jardín. En una selva. Pero a mí es que, como buen aries, me
pones un muro y embisto. Y después calculo el grosor mientras recojo los trozos
de la cornamenta. Seguramente, tras escribir esto, empezaré a recibir anónimos
y amenazas de no compulsarme ni una fotocopia en los organismos oficiales…
Después de una
madre, lo primero que conoce un/a español/a, es un funcionario. Bueno, varios. La
de la bata blanca, que le arrea en la espalda hasta hacerlo gritar —aviso de lo
que le espera— y el del Registro Civil, sin el cual no existe, por mucho que
porte cabeza, tronco y extremidades. «Lo que no está en el expediente no
existe»; ley secular que cumple el probo funcionario desde el Big-Bang.
Tras el
período doméstico de crecimiento y engorde nos depositan en manos de otra
funcionaria: La seño. Una categoría de funcionarios que siempre está
minusvalorada, en mi opinión. Los enseñantes. Colectivo depositario nada menos
que de ¡nuestro futuro! Y ni siquiera tienen color propio. Son incoloros,
indistinguibles de la población civil. Y oye, unas gentes que briegan con
nuestros cachorros hasta que alcanzan el tamaño adecuado para la suelta…
merecería algún distintivo.
Por fin están mis
favoritos/as, los que yo llamo cariñosamente: funcionarios de papel. No porque su composición sea la del papiro
sino por la materia prima que manejan: el papel. Toneladas de papel
transportado de mesa en mesa durante decenios hasta llegar al archivo:
Instancias, certificados, escrituras, testamentos, otorgamientos de poderes,
autos, diligencias, oficios, citaciones, autorizaciones, inmatriculaciones,
bastanteos… si termino la lista me echan del servidor informático.
Una de mis
favoritas es la Fe de Vida: la administración cita a un payo para que demuestre
que está vivo. El payo se presenta… y el funcionario le dice que además del DNI y su cuerpo torero le falta una
declaración jurada de estado civil. Con lo que no puede dar fe de que está
vivo.
Coño, que le
pellizque las partes berrendas y no hace falta diligencia.
El Procedimiento
Administrativo que no cesa.
Bien, pues
todo este cabreo viene de mi penúltima gestión con la administración local de
mi pueblo (porque a esto le falta mucho para llamarlo ciudad). Me citan del
área de Hacienda para aportar una documentación. Bien. La reúno, y voy el día
indicado a la hora marcada. Como el consistorio está en obras, sus
departamentos han sido como esturreados
en pequeñas dependencias que danzan alrededor de la plaza de la Constitución a
modo de franquicias. Así que le pregunto a un agente de la policía local que
hay en el bar (con muchos y bonitos galones, puede que por eso le toque guardia
de carajillos). Muy amable y seguro me indica que el mostrador que busco se
encuentra en una calle paralela a espaldas de la plaza. Vale. Voy. Llego al
nuevo destino y en un bajo de una casucha del s. XIX hay unas dependencias con
mostrador. Incluso hay un cartel que reza «Hacienda». Interrogo a la simpática
funcionaria que hay a mano y con una sonrisa y ojos tristes me dice que no, que
allí no es, pero que pasa mucho. Los tontos tenemos siempre ese consuelo. Así
que se empeña en una docta explicación a modo de croquis verbal sobre el
itinerario más corto para volver a la plaza y encontrar la dependencia de
marras. Un amor de chica, oye.
Como no
llevaba el GPS y era incapaz de recordar los tres minutos de indicaciones de
callejuelas y traspatios decido volver sobre mis pasos y situarme de nuevo en
la plaza mayor. Calculo por empatía geográfica lo que me ha explicado la chica
y voy hasta otra puerta. Allí parece haber más movimiento, hay un mostrador de
conserjería donde me sitúo y espero que el conserje que está en la puerta
termine el chiste que estaba contando a mi entrada. Se mete en el garito y
después de un: «no hombre, no» y un «tú hazme caso» al fin me indica la puerta
correcta.
Me planto en
la puerta y efectivamente, allí está el cartel (en el interior, claro) y
curiosamente la dependencia está Justo al lado de dónde se ubica el
bar en que el «agente 007» municipal con galones me mandó a tomar por culo la
primera vez.
Nada, subo
unas escaleras, rondo algunas puertas, y doy con el despacho correcto. El
funcionario (en éste caso un técnico) no solo me diligencia con simpatía y
diligencia sino que aumenta mi saber sobre legislación local gratuitamente. Y
me despide con un apretón de manos y una sonrisa. En total, la gestión ha
durado unos dos minutos.
Sumados los
dos minutos efectivos a los veinte de rastreo… pues oye, un poco sí que jode. Pero
bueno, esto es España, ya se sabe.
Mi reflexión
es que no es que aquí sobren funcionarios. Ni mucho menos. Estamos incluso por
debajo de la media en la ratio de empleados públicos/población
activa de nuestro entorno. Lo que están es mal puestos. Duplicados, triplicados
a veces. En todo caso, en este monstruo imposible de mantener (antes sí, ya no,
por mucho que nos duela) lo que sobran son funcionarios
de papel. Y me diréis que ya el papel se va usando menos, vale. ¿Y qué
demonios hace un tío como la copa de un pino rellenando formularios en pantalla
que podría rellenar mi sobrino de once años?
La
Administración Pública, esperemos, en un futuro no muy lejano, con el concurso
de las nuevas tecnologías se convertirá en un corpus de técnicos: sanitarios,
enseñantes, bomberos, fuerzas de seguridad, interventores, personal de
asistencia social y soldados de los
Tercios. Además de estos, una suerte de cuerpo especial de mantenimiento de los
terminales informáticos reunidos Todos en un macro-sótano y con
manual en línea para el usuario que unifique cualquier trámite posible e
imposible.
¿O desmontamos
todos los cajeros automáticos de los bancos para volver a la cola a que el
oficial segundo del Banco de Villaconejos nos vise el ingreso en cuenta?
Diligencia para hacer constar:
Que uno se precia de conocer a los tres
funcionarios del Estado más honrados de las Españas (J.S.S.P., F.S.G-Q.F. y
J.L.L.C.) pongo las iniciales por presuntos, ya que cabe que haya alguno más
honrado, pero no lo conozco. Honrados como un kilo de mil gramos y trabajadores
como un minero leonés.
Dado en Al-Andalus a Quince de mayo de dos
mil trece.
El
menda.
1 comentario:
Eres "the one and only"...así, sin más....
Publicar un comentario