martes, 28 de mayo de 2013

Tango en Stanford





« […] Volver, con la frente marchita, las nieves del tiempo platearon mi sien. […] »


Ciertamente, ese día no tenía prisa. Un año atrás, aún se movía obligado por los complejos horarios de profesor universitario, pero desde su pase a extraproductivo solo iba al campus por curiosidad. Aún conservaba su despacho en Stanford.  La universidad lo dejaba husmear por los laboratorios, ayudar voluntariamente a algún equipo de investigadores… Al fin y al cabo, él había sido uno de los científicos que pusieron las bases de la reproducción completa de tejido óseo humano en  condiciones de laboratorio, obteniendo el premio Nobel en 2043. Y Stanford siempre cuidaba de sus científicos.

Cuando cruzó el acceso que daba entrada al campus con su fiel «Tango» —un precioso ejemplar de pastor alemán de color petróleo y arcilla, cuyo pelo brillaba como el ónix— el lector de biochips, embutido junto a uno de los goznes de la puerta e imperceptible al ojo humano, hizo una captura de información sobre el que llevaba implantado en su hombro derecho, y sobre el de «Tango». En tres nanosegundos la cruzó con la base de datos de personal autorizado y con otros cientos de bases de datos a nivel mundial: terroristas, pederastas, evasores de impuestos, etcétera. Como era de esperar, como siempre, nada sucedió. No saltaron las alarmas y el personal de seguridad, como siempre, lo saludó con una sonrisa. Nadie al verlo entrar diría que era más que un venerable anciano cruzando la puerta. Nadie podría calcular los trillones de operaciones que se produjeron cuando su hombro llegó a la altura del vano de tan egregia institución.

 
La implantación de este biochip se hizo obligatoria en EEUU a todos los recién nacidos, nacionalizados y trabajadores extranjeros en régimen de residencia. Era una operación rutinaria e indolora. Cuestión de un minuto con un instrumento similar a un inyector.

Una operación que el Dr. Alonso ya casi ni recordaba. Pasó por ella tras doctorarse en Ingeniería Médica en España por la Universidad de Salamanca, y conseguir una de las diez prestigiosas becas Darwin-Google que otorgaba Stanford para un período de investigación de diez años.

Así que no tenía prisa. Por lo que se sentó en uno de los bancos de madera que, como islotes en un mar de hierba, le permitían otear el campus dándole la apariencia de un viejo capitán de barco en un océano esmeralda. El invierno californiano, suave ese año en la Bahía, lo permitía con apenas un abrigo y un par de guantes. Le gustaba observar el tranquilo bullir de los jóvenes estudiantes que revoloteaban con bóvidas sonrisas haciendo corros en torno a las celebridades científicas que allí desarrollaban su labor. A él ya no lo recordaban casi, desde que dejó su cátedra de Ingeniería del Tejido Óseo.

No es que lo hubieran olvidado. Al fin y al cabo era un premio Nobel. Pero la ciencia transcurría a tal velocidad que a la semana de haber sido portada de la revista Time, otro nuevo descubrimiento venía a sustituir al anterior. A veces le parecía que el conocimiento científico era como un inmenso organismo con vida propia interconectado por todo el planeta.

Y en realidad era así. Desde el comienzo del uso de tecnología biológica en computación, las interconexiones de circuitos ya se hacían a nivel molecular, la velocidad y capacidad de los ordenadores se elevó a la enésima potencia. Dejó de tener sentido la palabra «computadora». El planeta se convirtió en una extensa red de servidores informáticos enterrados bajo tierra y compuestos de biocircuitos fabricados con células nerviosas de bonobo cultivadas al efecto. A este magma de servidores se  interconectaban periféricos de acceso por todo el planeta. Pantallas de pared, teléfonos móviles, relojes de pulsera… todo un océano de información.





« […] Sentir, que es un soplo la vida, que veinte años no es nada, que febril la mirada errante en las sombras te busca y te nombra […]»


La prisa no era ya su compañera. A sus 93 años, un año después de dejar la docencia y la investigación activa, todavía le quedaba mucho tiempo por delante. Para ese año —el 2087— la esperanza de vida calculada era de 113 años, así que le restaban algunos lustros aún para cultivar dos de sus pasiones favoritas: Pasear con «Tango» y leer filosofía.  

No tenía nada de extraño: a principios del siglo XXI, el sistema educativo al fin se hizo eco de lo que era un secreto a voces. A gritos. El conocimiento no estaba compartimentado en ridículas asignaturas individuales. Una simple ameba aplicaba a la vez la Física, la Química y la Biología para existir y desarrollarse. Los grandes simios hacía ya tiempo que colaboraban con el hombre en tareas de lo más variopinto: se podían encontrar chimpancés funcionarios en las administraciones públicas, gorilas controlando el tráfico y orangutanes agricultores.

Hubo que redefinir la Carta de los Derechos Humanos y extenderla a bastantes especies, no sólo a los grandes simios sino a perros, delfines y un largo etcétera.
 
No estábamos solos. Nunca lo estuvimos. La Tierra no era nuestra. Éramos solo un vecino más del ático, que había ignorado durante mucho tiempo a los demás.

Las disciplinas científicas empezaron a trazar lazos de fusión.  Las Ciencias y las Letras se entreveraron. Y lo hicieron porque surgió la necesidad de que algunos científicos dedicaran sus esfuerzos a la Bioética y a otros aspectos por los que antes se pasaba como de puntillas. Había especialistas en Psicología de los Cetáceos que trataban las disfunciones mentales en estas especies marinas, porque no se podía obviar la dignidad vital de los grandes mamíferos oceánicos que colaboraban con el hombre en el pastoreo de inmensas manadas de atunes, por ejemplo.

Desde luego, hubo intentos desesperados de los poderosos por evitarlo. Ya tenían bastante lidiando con los desheredados de una sola especie como para tener que controlar a subordinados de decenas de especies. Pero al final, la lógica natural se abrió camino. Las élites del dinero se retiraron a sus mansiones e islas y nadie les hizo ya mucho caso. La colaboración entre especies  consiguió un reparto bastante justo de los recursos planetarios.  

Sin prisas. Al Dr. Alonso le gustaba disfrutar de cada nueva publicación sobre Neofilosofía en los bancos de madera del campus mientras «Tango» exploraba la hierba y lo observaba. Eso le recordaba su juventud y la de su fiel perro. Él era el único que conseguía arrancarle del laboratorio. Cuando el veterinario le diagnosticó displasia de cadera no lo dejó solo ni un momento. Pidió un permiso especial y se dedicó a cuidarlo. Ahí se forjó una conexión como nunca la había tenido con ningún ser humano.
 
Le vino a la mente aquella primera impresora que vio en casa cuando aún era un tierno adolescente. Era de  aquellas  de  inyección de tinta que tan útiles le fueron en sus primeros estudios. Le gustaba ver cómo se materializaba el texto virtual de su pantalla perfectamente alineado en un folio que podía tocar y doblar.

Cuándo contaba unos 17 años contempló un día, navegando por internet, la primera impresora 3D. Bien es cierto que al principio le costó trabajo entenderlo. Una máquina que imprimía en tres dimensiones, que «esculpía». Quizá a alguien se le ocurrió una vez que además de imprimir la información escrita en un folio, o sea el contenido, se podría imprimir también el continente: el propio folio.

Hizo memoria de su tesis doctoral —la que lo condujo al Nobel—. Se le ocurrió que aquellas impresoras 3D, que utilizaban diversas tecnologías de inyección de polímeros de compactación en volumen, podrían tener otros usos. Había algunas que ya se usaban para «imprimir» órganos humanos en tres dimensiones: pulmones, corazones, huesos, y que servían para el estudio médico. Pero claro, el material que usaban daba lugar a una exacta reproducción del modelo introducido en el ordenador, incluso con colores reales, en un polímero compactado que a primera vista era indistinguible de un órgano real. Un corazón humano en tres dimensiones que parecía acabar de ser extraído de un cuerpo vivo. Aunque en realidad era plástico pintado hiperrealista.

¿Por qué no incorporar una «cuarta» dimensión?

Incorporarla en el sentido einsteniano de la cuarta dimensión: el tiempo. Tiempo de existencia. Consideradas de esta forma, las cuatro dimensiones de un ser humano serían el alto, el ancho, la profundidad y el tiempo que duraba su vida. Después de la cual sus coordenadas espaciales iban desapareciendo. La coordenada «tiempo» por supuesto era la primera que se veía reducida a cero tras la muerte, como es de suponer.  

Y esto le llevó al razonamiento de que un órgano no podía «existir» en su definición extensa, si lo que «fabricaba» la impresora 3D no estaba vivo. Así que se aplicó a la investigación durante años. Su especialidad era el tejido óseo por lo que comenzó a dirigir un equipo compuesto por varias decenas de científicos de muchas disciplinas distintas.

El primer éxito, lógicamente consistió en, a partir de células madre, conseguir reproducir tejidos concretos de ratón en un laboratorio. Después de cinco años de trabajo consiguieron reproducir un fémur de rata conectado al ordenador que le daba soporte vital incluyendo circulación sanguínea. A partir de ahí, los avances se producían en progresión geométrica a cada nuevo paso que daban.

La Universidad de Stanford, gracias a él, patentó la primera  Bioprinter-3D capaz de generar un riñón humano perfectamente compatible con el receptor —del que se extraían las células madre— para casos de trasplante. Las listas de espera dejaron de ser un problema.

Naturalmente, el paralelismo con las antiguas impresoras 3D no era mucho. Estas usaban unos dispositivos para inyectar un polímero en tres dimensiones y otros para el color correspondiente a cada zona. En la Bioprinter-3D había decenas de contenedores biológicos interconectados que iban construyendo el órgano a partir de ADN y muchos otros materiales. Claro que cada uno de ellos llegaba a tener precios prohibitivos para cualquier entidad privada sin aportación gubernamental.
 
Un día, sin dar demasiadas explicaciones, la Fundación que patrocinaba el proyecto dejó de aportar fondos. Se acabó la financiación. El Dr. Alonso comprobó con amargura cómo toda una vida de investigación y sacrificios se terminaba. Habían conseguido replicar algunos órganos humanos, sí. Pero faltaba mucho por hacer. El ala donde se encontraba el gigantesco laboratorio fue clausurada  y le asignaron un pequeño despacho para que continuara con su vida académica. Eso fue todo.

La rabia lo poseyó. Algún oscuro financiero de Washington  había decidido que era demasiado costoso seguir con la tarea para obtener beneficios a tan largo plazo. Ni siquiera le preguntaron, ni hicieron asomo alguno por consultarlo. Simplemente se lo hicieron saber por correo electrónico con una redacción tan fría y dura como el témpano de hielo que hundió al Titanic. Así se hundió el Dr. Alonso con su proyecto en el pantano hediondo de la burocracia y el beneficio cortoplacista.

Pasados los primeros días, embridada la ira inicial, tomó una decisión. Podrían acabar con el proyecto, pero no acabarían con él. Recogió todas sus pertenencias personales y se trasladó al nuevo despacho que le habían asignado. Al menos tuvieron la decencia de costearle una nueva vivienda, como para acallarlo, un chalet en Palo Alto desde donde podía ver la bahía de San Francisco. Una casa demasiado grande para su gusto, pero en la que al final se sintió cómodo.


Intentó centrarse en la vida académica, las clases, las visitas esporádicas a otros laboratorios, los largos paseos con «Tango», pero cada vez le hastiaba más su nueva vida. Empezó a pasar cada vez más tiempo en casa, dedicado a la lectura, a su taller de maquetas en el enorme garaje dónde el trabajo manual y preciso le hacía olvidar el amargo trago de dejar su proyecto.

Ninguna prisa. Le gustaba paladear estos momentos. «Tango» estaba correteando como un potro alegre cerca de su banco cuando notó algo extraño. Simplemente lo miró y él comprendió su mirada. Llevaban ya más de ocho años juntos, en realidad más, casi que ni necesitaba hablarle. Trotó hasta el banco dónde estaba y se sentó a su lado con las orejas tiesas en actitud de escucha.

El Dr. Alonso se quitó uno de los guantes. Le acarició la cabeza y  el lomo. Se miró la mano detenidamente y volvió a ponerse el guante con rapidez.

De nuevo lo poseyó el demonio de la prisa. Tenía que llegar a casa. Se levantó y ajustó la trabilla a «Tango» tranquilizándolo con la mirada pero sin perder un segundo. Recorrió con rapidez el trecho que lo separaba de la entrada saludando a los guardas al pasar. Abrió el portón trasero de su coche y dejó pasar al perro que se acomodó sin dejar de observarlo.

Tras conducir los pocos kilómetros que lo separaban de casa sin casi pisar el freno, al fin llegó. Ya en el garaje, dejó salir a «Tango» y lo condujo hasta su taller de maquetas. El taller no era muy grande pero, disimulada en una estantería de libros sobre modelismo, había una puerta oculta. Abrió y entró con el perro. Allí estaba su verdadero taller. Su gran taller.





« […] Vivir, con el alma aferrada a un dulce recuerdo, que lloro otra vez. […]»


Se sentó, ya sin guantes, y miró los pequeños residuos oscuros que le cubrían la mano. No lo iba a permitir. Puede que esos burócratas de Washington sí, pero no él.

Evocó la primera vez que vio a «Tango», un precioso cachorro de apenas un mes. Siempre juntos, tenían una comunicación cuasi humana, una complicidad asombrosa, le profesaba una fidelidad obstinada hasta el extremo. No podía dejarlo.

Lo sentó a su lado mientras ponía en marcha los generadores de potencia y «Tango» mantuvo las orejas enhiestas. La misma expresión que hizo que el Dr. Alonso se prendara de él cuando aún era un cachorro.

De eso hacía sesenta y cinco años.









(A mi sobrino Pedro. Que paseará por el Futuro y el Futuro pasará por él.)







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