lunes, 16 de diciembre de 2013

TURNO DE OFICIO


Concurso de Relato Corto
XXV Aniversario Revista Sala de Togas




TURNO DE OFICIO
de
Sansón Carrasco











E
sta historia —aún pudiendo parecer lo contrario— podría ser tan cierta como que yo me quedé sin abuela. Que no digo que lo sea. Algunos hechos narrados en ella podrían tomarse por exageraciones o licencias poéticas, pero son tan verdaderos como el Código Civil. Aunque bien pudiera yo decir que no es cierta para eludir represalia, ya que donde va a ser leída abunda la ciencia del Derecho y uno es gato escaldado del agua gélida de los tribunales del Santo Oficio. Así que dejo la suspensión o no de la incredulidad a gusto de cada comensal.

            Señalado este extremo, narremos pues. 

Todo comienza con un principio que suele coincidir con la primera parte del asunto. Y en ese principio nos hallábamos en animada reunión mi compadre y buen amigo el licenciado Quiñones (flor de la prosa y astro de la gramática), don Lope Conchillo (vate del verso negro) y yo mismo en la taberna de puntapié que frecuentábamos cada vez que el señor de Quiñones volvía triunfal de alguna campaña en Flandes o contra el rey de Inglaterra.

Mediaban ya los azumbres de rubia espumosa con su acompañamiento de matalotaje cuando apuntó el señor de Quiñones:

—Por vida del rey que vuesa merced puede jactarse de haber tenido más oficios de los que hay en el refranero.

—Por la mía que no lo niego —respondile—. Que si sumo mi Informe de Vida Laboral, podría dar para varios libros de caballería sin desmerecer al Amadís de Gaula.  Hay noches que en vez de padrenuestros rezo versos de Quevedo: «soy un fue, y un será y un es cansado…». Y me parece haber vivido tantas vidas que no sé si en llegando mi hora última, tenga que morirme siete veces para que el forense la dé por buena.

En lo que —por raza—, sacando sus bigotes de la jarra, terció don Lope Conchillo en su modo acostumbrado:

Mil trabajos con su adobo
faenaste con oficio;
solo dos dejaste, solo.
Ese de montar en globo
y el rellenar tu orificio.

Mi natural felino no pudo evitar que acariciara los gavilanes de mi acero pensando en rebanar aquel gaznate que el diablo solía usar para el arte de Terpsícore. Pero largos años de amistad pesaban más que la espada, así que desenvainé una sonrisa, que mejor hacía al momento.

             Seguimos pues la tertulia, regalados de más viandas con sus trasiegos, que cada vez que volvía el señor de Quiñones de sus campañas el hambre y la sed cedían su jurisdicción al saciar la amistad y la tripa.
            Aquel figón, por categoría, era cenáculo de mucho letrado, bien de secano bien de regadío, lo que hizo venirme al magín una de mis peripecias laborales que aproveché, entre pularda y requesón, para participar a los allí presentes:

            —Con la venia de vuesa merced, señor de Quiñones, y si el señor Lope Conchillo fía su palabra de no hervirme la sangre, os relataré un episodio laboral que no por corto desmerece de ser contado.
            A lo que ensartó don Lope:

                                      —Al buen callar llaman Lope,
y a mí no me duelen prendas
en envainarme el estoque
porque no deis un retoque
a mis partes más berrendas.

            Dicho esto, preferí no escuchar lo oído para así principiar la historia.

            —Pues bien, no sé si vuesas mercedes conocen que, en acabando el siglo, trabajé para el Ilustre Colegio de Abogados de esta plaza. Quizá algo menos de un año.

            Hacía solo un mes que me había separado de hecho (porque de hecho ya me había separado) de mi legítima —bendita sea por siempre— y de la última empresa que tocara (que ahora no caigo) y estaba en una fase laboral de esas que llaman los britanos  betweenjobs, por no mentar desempleado que es término menos hidalgo y de mal fario.

A lo que recibí una llamada para una entrevista en el Ilustre Colegio de Abogados. Había dos plazas, nos entrevistaron a varios aspirantes y al final quedamos mi, desde entonces, entrañable amigo el bachiller Juan Lince y yo mismo. De escribientes para el Turno de Oficio. Y aquí encarta citar los antecedentes jurisprudenciales que llevaron a los extraordinarios sucesos que voy a relatar:

Comenzó la cuita con motivo de una Ley Orgánica de Cortes sobre los Derechos y Libertades de los Extranjeros, en la que, si mal no recuerdo, se reconocía la asistencia jurídica gratuita en los procedimientos de devolución, expulsión del territorio, etcétera, de todos los que no pudieren demostrar cédula de limpieza de sangre y origen —lo que el vulgo vino en llamar «papeles»—. Y encargáronse los Colegios de Abogados de cada demarcación en procurar letrado a dichas gentes a través del Turno de Oficio, cuando pudieren demostrar carencia de numerario. Pero hete aquí que estas buenas gentes —entenderán vuesas mercedes que me vengo a referir a desdichados, carnes de patera, moros, moriscos, mudéjares y morenos básicamente— se acogieron a la urdimbre de recurrir en los tribunales cuando les comunicaban la expulsión, con lo que, si la memoria no me falla, automáticamente se paralizaba o se ralentizaba sustancialmente el procedimiento (abreviando un poco).

Que no lo descubrieron ellos sino sus letrados, claro. Que para eso se licenciaron, orlaron y colegiaron, y bien que hicieron, a fe mía.

Con lo cual, lo que era un servicio casi marginal, se convirtió de pronto en una hueste de razas hambrientas del sueño de occidente esperando todas las mañanas a la entrada de los Ilustres Colegios de Abogados como si Alá se hubiese dejado abiertas las puertas del Paraíso. Que oye, uno siempre lo ha dicho: mientras en los chirriones de basuras que recorren la calle de Altamira se coma mejor que en cualquier aduar de Berbería, sea suburbio de Orán o lindero de Tánger, seguirán jugándose la vida. Que nuestras sobras son solución a sus faltas.  

            Total que, abrumados por esta marea humana, tuvieron que quintuplicar los letrados para tal fin e incluso alquilar un local a espaldas del Ilustre Colegio, amén de  contratar a un par de amanuenses con recado de escribir que pusieran en limpio y asistieran en la escribanía a tales jurisconsultos.

            Y en este punto de la historia entramos mi buen amigo el bachiller Juan Lince y este pecador.

Recuerdo la incorporación gozosa a filas en el Ilustre. Situado en una calle principal cercana al Palacio de Justicia donde se surtía de condenas o absoluciones a los reos por enlutados alcaldes de casa y corte de su majestad el rey católico.

            Habitaban la sublime institución gentes de lo más granado y dispar de maneras funcionarias. O sea, que la jornada laboral transcurría en un respetuoso silencio cartujo, negro y togado.

            Una figura destacaba entre la plantilla, por sus funciones gerenciales —del que omitiré el nombre por seguir aún con vida, me refiero a él, y porque no acabe con la mía—, con despacho propio de dos puertas (difícil de guardar si atendemos al refranero) una al oeste y otra al sur, para así gobernar mejor a la tripulación administrativa de tan ilustre nave. En términos prácticos, era la mayor autoridad civil en la organización colegial que velaba por su correcto y engrasado funcionamiento. Tenía asignadas tantas tareas que siempre lo recuerdo recorriendo a trote corto el navío, lo mismo ordenaba asegurar una escota en Contabilidad que largar una cangreja en Secretaría; que traducido a los usos del Colegio significaba ora supervisar el exclusivo almuerzo en el Club de Mar el día de la patrona —Santa Teresa de Jesús—, ora organizar los actos solemnes y entrega de medallas de la Orden de San Raimundo de Peñafort, cuando no  disponer al personal de las distintas cubiertas y sentinas en orden a un mejor cumplimiento de sus tareas. A mi juicio, faltábanle al menos dos pares más de brazos y uno de piernas, lo que suplía con una capacidad organizativa digna del almirante don Juan de Austria en Lepanto. 

            En este caso, aunque él no obedecía a almirante ni comodoro alguno, estaba bajo el mando directo de Su Santísima Trinidad y representante del Altísimo en el Derecho Provincial el Excmo. Sr. Decano (al que cuando nos lo cruzábamos mi buen amigo Juan y yo cedíamos respetuosamente el paso, a veces con una pequeña genuflexión, porque al fin y al cabo tanto él como yo mismo éramos el último y triste eslabón de una jerarquía rígida, eclesial y voluntariamente aceptada, por debajo del porquero de Agamenón), así como de los miembros de la Junta de Gobierno para lo que hubieren menester en mandar.

Tenía un lugarteniente —cuyo nombre también omitiré por la misma razón anterior— alto y con lentes. Serio y más bien flaco por su querencia hacia la tortilla de guisantes. Estaba versado a la perfección en los usos y maneras del Derecho y su aplicación práctica en el Ilustre Colegio, además de ser buen conocedor de la lengua de Virgilio. Lo que lo convertía en una suerte de capellán civil consultor al que acudían algunos letrados para variopintas consultas que solventaba con gozo y escasa imposición de penitencias. Podríamos decir que en nuestra categoría de grumetes, Juan Lince y yo estábamos bajo su directa supervisión. Y que como cualquier cristiano viejo tenía sus días buenos y malos, así que en los segundos, Juan y yo nos mudábamos a  materia invisible enterrando nuestras cabezas tras algún montón alto de expedientes. Que allí nunca faltaban. Mas el juicio del tiempo transcurrido, que sin toga ni birrete coloca a cada cual en su sitio, me hace recordarlo con cariño y añoranza. Era una buena persona.

No puedo olvidarme de otro buen compañero de aquellos tiempos —a quien tampoco nombro por continuar la sana costumbre adquirida—; era un tipo atlético, creo que incluso jugador de raqueta punto más que aficionado, de larga melena rubia que recogía en una coleta y con un par de ojos azules que hacían las delicias de las hembras letradas y sin letrar que por allí pasaban. Y seguramente también de algún macho. 

Este personaje, creo recordar, se encargaba de variadas tareas sobre temas penales en su escribanía del fondo. Era un tipo estupendo, trabajador cuando hacía falta pero listo como un ratón bermejo. Estaba versado en el arte de la simulación laboral —como cualquier español de bien, a fe mía—. Pues que el aparato telefónico no paraba en toda la mañana (y supongo que esto lo distraía bastante de su labor diaria y además no estaba bien visto que siguiera sonando en el escritorio sin atenderlo), desarrolló una técnica de ingeniería vaga (no por difusa sino por haragana) para que no le sonara el dichoso adminículo salvo en los ratos en que a él le venía bien. Concibió un sistema técnico para tenerlo descolgado aunque a simple vista pareciera lo contrario. Una maravilla. Así que en centralita le decían al llamante que comunicaba... y se lo pasaban a otro.
  
Juan y yo guardamos un grato recuerdo de él, pues, además de estas mañas,  siempre estaba a disposición de la parroquia letrada para cualquier menester.

Mil anécdotas podrían reseñarse sobre el resto de cofrades de tan ilustre institución, pero aquí me quedaré para mejor conservar salud y hacienda.

Pero lo más curioso si cabe, es el asunto del local.

Como ya he referido, todas las mañanas se llenaban las puertas del Ilustre con una multitud de gentes de variada extracción que parecía que el Colegio estuviera  administrando los destinos de los galeotes para la toma de Argel.

Por lo que se hubo de tomar cartas en el asunto y el Colegio alquiló con premura un local a espaldas de tan santa institución para no masificar las puertas con tanto cristiano y sarraceno que venían a acogerse a sagrado. Líbreme el cielo de tintes racistas puesto que no lo soy, ya que mi mismo aspecto delata antepasados con turbante. Pero no es ningún secreto que, generalizando y en ciertas condiciones, la costumbre del agua con jabón difiere entre cada cultura. Más aún teniendo en cuenta que estos desventurados después de la patera no solían hospedarse en palacios vaticanos. Que el aseo es más una cuestión de posibles que de creencias. Con lo que, en el bendito Colegio, el gasto en sahumerios y fragancias se disparaba.

Y allí estábamos Juan Lince y un servidor de pendolistas, asistiendo como escuderos a una media docena de letrados que atendían a aquella hueste hambrienta de recurso administrativo. Por las mañanas, antes de abrir la persiana, que por cierto, estaba desencuadernada (¿vuesas mercedes han intentado alguna vez abrir una persiana metálica de las de antes desencuadernada? es arduo reto para los goznes de brazos y hombros) y mi pobre Juan Lince, que era de natural delgado como raspa de arenque,  solía ponerse en la parte menos dura, mientras que yo me ponía en la otra y a base de tironear conseguíamos abrirla. Al pasar de los meses conseguimos en los miembros (los que están a la vista, entiéndaseme) más fuerza que dos poleas compuestas, que también es de agradecer.

Como digo, antes de abrir la puerta solía salir yo a repartir números a los creyentes (en la fe del Recurso Administrativo) que los recibían como el maná que llovió sobre las tribus de Israel, ya que al tener el rostro más fiero y desplazar más tonelaje que mi pobre Juan, era más escuchado o al menos más difícil de esquivar. Luego iban entrando, le contaban su caso al letrado de turno, se les turnaba abogado y salían de allí más contentos que unas pascuas, ya acristianados en Derecho. 

            Se daba la circunstancia de que el local que se alquiló al efecto había sido con anterioridad un antiguo comercio de ultramarinos. Incluso se podían ver aún en el suelo las marcas de los lineales de las estanterías. Tenía como dos salas grandes, un excusado, una cámara, y un camaranchón que investigamos un día entre varios abogados, Juan Lince y yo (había algunos letrados de probada llaneza) por si estuviera allí enterrada alguna reliquia de santo o  pergamino viejo tras un agujero que se veía en la pared. Pero no hubo suerte.

            Lo que sí fue reseñable es la cara que se nos puso al abrir la puerta de la cámara (que era una auténtica cámara frigorífica antigua, con puerta de madera y tirador) donde encontramos incorruptos los ganchos de colgar las terneras y los gorrinos. Al igual que en un drama de sustos y casquería, allí estaban los artilugios necesarios para una representación completa. Lo que fue de mucho alborozo y comentario entre la parroquia. Bueno, puede que no tanto como cuando una letrada salió corriendo del baño a medio embragar porque la perseguía una rata más gorda que un salchichón. No pudimos cazarla (a la rata, me vengo a referir), a pesar de la emboscada que le quisimos tender, pero en el debate posterior llegamos a la conclusión de que debió ser la que ultimó las terneras y los cochinos que pudieron quedar colgando de los ganchos. Y es que cada letrada que expandía el asunto le sumaba veinte onzas al bicho.

            A pesar de todas las dificultades relatadas, y de la carencia de mayores medios materiales, la Ilustre institución cumplió la misión encomendada de evangelizar en el Procedimiento Civil a las famélicas huestes que lo necesitaron. Que no por casualidad estamos en la patria de Cortés, que con magros recursos hizo lo que llegó a hacer. 

            —Vive Dios que era gorda la rata —señaló el señor de Quiñones.

            —Ya sabe vuesa merced que en cuestión de pesos y medidas, aquí en las Españas todo es a comodidad —repliquele.

            —Aunque más gordas las hay en algunos pleitos —exhortó Quiñones— y salen con bien de ellos.

            —Todo puede ser —le dije—, pero la religión del Derecho es antigua por necesaria. Que sin ella el pobre es rata y el rico manda en el queso.

            Y con estas llamamos al ventero, que de tanto hablar tenía yo el gañote escaso de saliva y don Lope Conchillo de tanto callar estuvo en término de ahogarse. Aún así, remató…

—En cuestiones laborales
(si no lo digo reviento)
ni los puntos cardinales
ataron vuestros ronzales.
Sois mal culo a buen asiento.

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Nota del autor
            Espero cobrar las posibles represalias en sonrisas que para ello escribo a vuesas mercedes. Y que me perdonen los protagonistas referidos que aún sigan con vida, que mi intención nunca fue torcida sino recta. Pues guardo un gratísimo recuerdo de aquel tiempo y de todos los que lo habitaron.
            Albergo la humilde esperanza de que hayan disfrutado de la lectura de estos pliegos tanto como yo de su escritura. Es gracia que espero alcanzar de vuesas mercedes cuya vida guarde Dios muchos años y yo que lo vea.

           
Dado en Almería, a 1 de octubre del año de Nuestro Señor de  dos mil y trece  
          




1 comentario:

José Antonio Flores Vera dijo...

Hola José Andrés. Celebro que nos hayamos encontrado también en la red. Coloco tu blog en el margen derecho de mi blog y así es más fácil seguirnos.
Un abrazo.