Llevaba tiempo
sin ver las cosas claras. Claro que para ver las cosas claras hoy día hay que
ser muy optimista con la que está cayendo. Como la última vez que me hice unas
gafas creo que aún no se había inventado el papel Albal —que uno ya es soldado
del Tercio Viejo—, pues decidí pasarme por la consulta del oftalmólogo. No sin
antes hacer acopio de fondos de reserva suficientes que ya se sabe que los
médicos lo primero que matan es la bolsa.
La consulta
era de mucha confianza. En pleno centro de la ciudad, un edificio de tronío en
el que se habían unido dos pisos enormes para construir un ambiente tranquilo y
profesional. Quitando la pintura de las paredes que era como de un malva orgullo-gay,
un cuadro abstracto de esos que si lo cuelgas del revés nadie lo nota y la
caseta de la enfermera que parecía una taquillera del metro por lo demás bien.
Tras una serie
de pruebas, de esas que pones la cabeza en un armazón metálico y te van pasando
imágenes a modo de diapositivas mientras —supongo yo— unos pequeños elfos
invisibles te van midiendo la curvatura del ojo, el galeno me comunicó que seguía
teniendo mi poquito de astigmatismo y algo de miopía. Pero hete aquí que además
tenía presbicia. Que no es que tuviera yo tendencia a ser sacramentado con el
orden sacerdotal sino simplemente lo que
se conoce como «vista cansada». Nada serio.
No es raro porque yo soy de fijarme mucho, aunque disimuladamente.
Extendió con
una sonrisa amable la receta, y la mano no la extendió porque se paga a la
salida. 70 euros. Precio de amigo.
Ya se sabe que
la salud visual tiene dos partes diferenciadas: el oftalmólogo y la óptica.
Menos mal que la cirugía renal solo tiene una y no tienes que ir con el hueco
en el costado a una casquería a elegir un riñón de tu talla. Quieras que no, es
una ventaja.
Así que ufano me
encaminé a una óptica, porque dicho sea de paso, las gafas que tenía parecían
ya una pista de aterrizaje para águilas. Pelín rayadas. Que aunque bien habían
servido durante largos años eran ya merecedoras del pase a la reserva activa.
A mí las
ópticas, como todo lo que tenga escaparate con cosas a la venta —excepción
hecha del boquerón victoriano, que no suele estar expuesto— nunca me han
llamado la atención. De hecho, para la ceremonia de la compra soy poco
meridional (que diría un buen amigo, anglicano a su pesar). No hago casta de
nuestro común pasado fenicio. Mi umbral de ansiedad en un centro comercial está
en torno a los veinte minutos. Suelo llegar, ver a lo más una terna de prendas,
decir «ésta» y… peñas y buen tiempo. O como diría César: «veni, vidi… emi» —llegué,
vi… y compré—. En fin, que lo asumo porque no hay más remedio.
Pues en dicha
óptica, también de tronío, porque oye, a como va la cosa igual las siguientes
ya me las hago en el chino, me atendió una chica muy simpática. Con su batita
blanca y nívea sonrisa —la niña de tus ojos, podría decirse—, invitándome a
sentarnos a solas en una mesita art decó para que la confesión de mis pecados
de palabra, obra o visión resultara más discreta.
Comenzó el
rito del muestrario con el que si metálicas, que si de acetato, que si éstas te
sientan mejor. Era una buena profesional de la óptica, vamos que tenía mucha
vista. Lograba concentrar tu atención en el amplio abanico de posibilidades que
extendía sobre la mesa con el arte de un trilero de la calle de las Sierpes, consiguiendo
distraerla de lo que en la técnica de venta sería la única posible objeción: el
precio.
Si notaba que
tus pensamientos te llevaban a la alerta bancaria contraatacaba con una
exposición técnica irreprochable. La diferencia entre los cristales bifocales
metarefractarios, hipoglucémicos y los de lente enclítica antialérgica con
hipálage pleonásmica. Así que a riesgo de salir de allí con más conocimientos
de óptica que Galileo, elegías. Y ya estabas en sus manos. Cuando terminó de
explicármelo estaba convencido de que poniéndome las gafas podría viajar a la
velocidad de la luz. Casi vendo la moto.
El remate lo
hacía en corto y por derecho. Te subía las pulsaciones al máximo indicándote
que el precio de la montura escogida más los cristales serían… unos ¡630 euros!
para bajártelas después anunciándote que por suerte, tenían en ese momento la
oferta del cincuenta por ciento. Con lo que solamente pagabas 315 euros. Como a
aquel al que condenaron a tres penas de muerte y lo indultaron de dos. Que
suerte, oye.
No reniego del
astigmatismo ni de la miopía. Algunas buenas lecturas me costaron tenerlas.
Pero el cansancio en la vista por fuerza tiene que ser de leer la prensa. No
porque la letra sea pequeña sino porque los trincones van siendo ya muy grandes.
1 comentario:
Muy bueno!
Si ves que no puedes pagarlas, quizá lo mejor sería dejarte llevar. Desde que Destino se quedó ciego, disfruta mogollón tocando.
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